Uno de los problemas más evidentes de la sociedad contemporánea es su carácter eminentemente individualista. Esto resulta, cuanto menos, algo ambiguo, ya que aparentemente es contradictorio con la propia naturaleza de lo social. No obstante, es una realidad. La pregunta que nos podemos plantear es: ¿Cómo es posible que en nuestra sociedad proliferen valores tan poco sociales? ¿Por qué está ocurriendo esto? Puede apuntarse una primera razón, que se basa en el profundo cambio que ha experimentado la sociedad en las últimas décadas. Hemos pasado de una economía familiar a otra de mercado, profundamente competitiva, que hace prevalecer el interés individual frente al colectivo. Max Weber ya advertía: “La comunidad de mercado… es la más impersonal en la que los hombres pueden entrar… El mercado, en plena contraposición a todas las otras comunidades, que siempre suponen confraternización personal y casi siempre parentesco de sangre, es en sus raíces, extraño a todo”. Vivimos en un contexto en el que las cosas no significan nada, en el que la manifestación conjunta ha perdido su entidad, y por lo tanto, nos encontramos solos, abandonados ante un mundo incierto que sólo espera para imponerse.
La sociedad individualista es una fractura en la propia experiencia de lo social. Esto no debe sorprendernos, es más, podría definirse incluso la sociedad y el tiempo en el que vivimos como de fractura. Nos encontramos ante un abismo, a punto de caernos por el precipicio de la desesperación, la soledad, el desamparo. Ha habido incluso personas que ya han sucumbido, y muchas veces es difícil rescatarlas. Lo que debemos es retroceder, tomar perspectiva y mirar al horizonte. Sólo será posible alcanzar esto si somos capaces de superar el individualismo, que como se ha dicho es el causante de esta situación. Él ha conseguido romper nuestra fraternidad originaria para establecer un gobierno en el que la dialéctica y la separación son sus máximas. Es una especie de vuelta al estado de naturaleza del que hablaban Locke o Hobbes, salvo que en este caso es de índole política, configuradora del sujeto como ciudadano. El problema es que el individualismo no entiende de leyes, sobre todo de las de carácter ético. La ética sufre un varapalo sin precedentes: desaparece cualquier consideración que tenga en cuenta al otro como otro, como sujeto, como ciudadano, y en definitiva, como persona. Se impone una fría razón instrumental que sólo ve en el prójimo una posibilidad para favorecer un interés particular. Las nociones fundamentales del saber ético tales como bien o justicia quedan relegadas a un interés estratégico, muchas veces de clase. En este sentido, el individualismo puede ser concebido además de en su vertiente más subjetiva, de aislamiento, en otra de grupo, en la que el yo se disuelve entre la multitud, algo que ya preocupaba a Kirkegaard.
La gran inconsistencia del individualismo es que se conforma como una postura que se basa precisamente en la noción de sujeto, pero se olvida de que, como afirma Mounier, “no existe el Yo sin el Otro”. Es decir, intenta fundamentarse en una noción que no comprende, y eso le lleva a perseguir al otro para asimilarlo, ya sea por las buenas o por las malas. No concibe que puedan darse más sujetos simultáneamente. Así, en demasiadas ocasiones, el individualismo se ha transformado en un totalitarismo, que niega la pluralidad y se proclama como único sujeto legítimo. Éste es el individualismo más temible, debido a su enorme fuerza y convicción. Y es que, a pesar de que en épocas pasadas hayamos conseguido derrotarlo, ahora nos encontramos con otros de distinto tipo, desgajados del anterior, que era eminentemente político. De todas maneras, en todos se siguen dando las mismas características generales: un sujeto con enormes ansias de poder (una empresa, un sector radical de una determinada religión, como pueden ser los fundamentalistas islámicos, un grupo social…) intenta imponerse al resto, para acabar estableciéndose como único sujeto de ese ámbito de la realidad. No hay respeto, ni diálogo, ni tolerancia.
La solución a este problema pasa por mostrar a la sociedad entera que para reivindicar nuestra identidad no podemos imponernos al prójimo, sino que desde nuestra diferencia y especificidad fundamental, tenemos que ser capaces de buscar puntos en común. Para ello, debemos fomentar las capacidades individuales, la genuina dimensión personal de cada uno. Cuanto más actualicemos nuestras potencialidades, más humanos seremos, y por lo tanto, más veremos la necesidad de que haya un otro. En definitiva, sólo se podrá hablar de un auténtico progreso cuando éste sea articulado, global y máximamente integrador. El reto queda así planteado. Sólo nos queda intentar resolverlo.
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